Siderno - Villa del siglo XIX con gran potencial turístico/residencial
Llevaba unos días de vacaciones en Calabria, sin una agenda demasiado estricta. Había elegido una zona tranquila de la costa jónica para bajar el ritmo, leer, respirar. Una tarde, mientras el sol descendía lentamente tras las colinas, me encontré paseando por el centro de un pueblecito cercano a la playa. Ni siquiera recuerdo el nombre. Pero recuerdo bien aquella tienda de antigüedades.
El escaparate era un fascinante caos de objetos olvidados, y en el centro, en una cajita de terciopelo azul descolorido, estaba ella: un collar de coral, de un rojo cálido y brillante, como ciertos amaneceres sobre el mar. Entré casi sin darme cuenta.
El dueño, un amable anciano, me dijo que el collar pertenecía a una joven que vivió en Siderno, hace muchos años. No pudo decirme mucho más, pero algo en el objeto ya me había cautivado. Lo compré.
Más tarde, en el hotel, al abrir la caja, encontré una carta escondida bajo el terciopelo. Era frágil y amarillenta, escrita con elegante caligrafía. Un hombre declaraba su amor a una chica que vivía en una villa de Siderno, describiendo un lugar mágico: una fragante arboleda de cítricos, un pequeño balcón que daba al silencio y una voz que cantaba pensando que no sería escuchada.
Aquellas palabras me impactaron tanto que decidí, por impulso, ir a Siderno. El pueblo no estaba lejos, al contrario: su ubicación me impactó de inmediato. Estaba muy cerca del mar, pero bastaba con desplazarse unas cuantas calles para encontrarse inmerso en un paisaje verde y montañoso. Equilibrio perfecto entre costa y tranquilidad.
Paseando por las calles del centro histórico, me fijé en una avenida bordeada de palmeras. Me detuve. Al final de la avenida, un viejo portón de hierro abría la vista a una villa de tres plantas. Cada una diferente: una sencilla y severa, la otra ornamentada, y la última... elegante, con un pequeño balcón florido.
“Cada una diferente como vosotras, hermanas, y la última portando vuestra gracia y asomándose sola como yo para escuchar vuestra melodiosa voz“.
Esas palabras estaban en la carta. No tenía duda: ésa era la casa.
Un hombre podaba el jardín. Un jardinero. Me acerqué, me vio curioso y me invitó a pasar. Mientras caminábamos entre los cítricos abandonados y los senderos cubiertos de maleza, me contó la historia de la villa. Había pertenecido a una familia noble, luego estuvo vacía durante décadas. Ahora estaba en venta.
“Necesita mucho trabajo“, me dijo. Pero la estructura es sólida, y el potencial... es inmenso, y lo que es más, el terreno también es edificable“
Tenía razón. Las habitaciones, aunque polvorientas, conservaban detalles originales: suelos de arenisca, techos con frescos, barandillas de hierro forjado. El jardín era un tesoro olvidado, con árboles centenarios y el olor del mar a sólo unos pasos, y aquellos dos edificios semiderruidos en la parte trasera de la villa, cuántas cosas se podrían hacer.
Enseguida pensé en las posibilidades: un hotel boutique, pisos de lujo, un complejo turístico difuso, un lugar para retiros creativos o bodas rodeado de vegetación, con la playa a menos de cinco minutos a pie. Siderno es estratégico: buenas conexiones, turismo creciente, clima suave todo el año.
Al subir al tercer piso, llegué frente al pequeño balcón. Me detuve. El viento apenas movía las cortinas polvorientas. Miré al horizonte y cerré los ojos. Casi podía oír aquella débil voz entonando una melodía olvidada.
Tal vez no fuera una coincidencia que aquel collar hubiera venido a mí.
Y tal vez estas vacaciones no sólo estaban destinadas a relajarme...
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